Cuando nada había terminado –¡ni iba a terminar!– con la muerte. Cuando a los ojos inocentes se abría un horizonte.
Cuando había un futuro y un deseo vivo de tener futuro.
Cuando el silencio y la oscuridad de la noche eran el sonido y la claridad infinitos.
Cuando no había tumbas (o las tumbas eran ajenas).
Fue por entonces, que aprendí a morirme.
Cuando solía buscar sorpresas por los cajones.
Cuando el frío me aprisionaba las piernas doloridas.
Cuando los álamos iban pensando un futuro de sierras.
Cuando el aroma del cedrón fue tomando gusto a nostalgia.
Reconocí recién el valor de la muerte.
Autor: Ernesto (de “Naufragios y otras soledades”)
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